Moral y buenas costumbres
Usuario anónimo: si me dijiste Maruschka Detmers por esto, me conocés bien. Siempre me gustó Carmen. Si no, acá va algo más sobre mí. Igual, es lindo que los lectores sepan tanto de cine.Una moral llena de fisuras es la que aprendí en la casa de mis padres. Pero una moral estricta, militante. Quiero decir: hasta hoy, aunque esté en borracha en un casamiento, no puedo canturrear las canciones de Palito Ortega; siempre serán sinónimo de dictadura. En casa, la cultura disco estaba mal vista y, cuando a los ocho me encerraba con amigas a inventar coreografías, mi mamá entraba, apagaba el grabador -con cassete prestado- y dispersaba. Mi mamá nunca se pintó las uñas de rojo y jamás se las dejó largas. Si el punk y el hippismo eran comparables, en casa se preferían los hippies, por lo que el punk tenía de reaccionario -me explicó mi madre un sábado, mientras caminábamos por Quintana. Las drogas blandas estaban bien, estaban en el aire, y el sexo: revistas y videos a la vista. El aborto fue un tema naturalizado. Aunque faltaran años para el día de dormir con alguien, sabía que en mi casa cada uno hacía lo que quería, y andar desnudos era habitual. De chiquita, en mi cuarto tenía un poster algo obsceno de Robert Crumb. Después yo colgué la foto de dos chicas preadolescentes besándose. La había recortado de una Penthouse.
No había literatura/cine/arte excluyente para adultos. En casa se organizaban proyecciones caseras en el living o excursiones clandestinas al autocine. Pero jamás se me permitió mirar la novela. Una tarde que mi padre me encontró conmovida por ver llorar a Andrea del Boca me llevó de una oreja a la habitación. No me dejaron escuchar a los Parchís mientras para mí todo era azul, rojo, verde y amarillo y el amor de Gema y Tino. No pudieron, de cualquier modo, impedir que me durmiera pensando en él. Me acuerdo el día que alguien regaló un disco de Michael Jackson. Mi mamá lo sacó y puso uno de Gilberto Gil, un negro de verdad.
Tengo sólo una vaga idea de lo que son esas películas, que algunos de mi generación recuerdan con nostalgia, en las que había personajes con nombres de pez (Mojarrita, Tiburón, Delfín?) ni las de Emilio Disy y compañía, pero vi sin entender casi nada El discreto encanto de la burguesía (y toda la obra de Buñuel), Ana y los lobos (y todo lo que había en video de Saura), Le Mépris (y toda la filmografía de Godard) a los diez -a los once ya me puse a estudiar para el Colegio. En la vida tuve que actuar como si las hubiera visto, pero en realidad -hasta que volví a verlas en mis veintes- sólo conservaba imágenes sueltas que eran más bien bloques de sensación sin sentido.
Mi madre había leído a los rusos (sí, a todos) a los siete, durante un verano en Mar del Plata, y de mí no se esperaba menos. No había motivos para que yo no conociera de memoria la obra plástica de la Nueva Figuración si mi padre había pintado con ellos. Mientras todas mis amigas bailaban lo que en los 80 se dio en llamar danza jazz sobre temas de Duran Duran, a mí sólo me era permitido estirar los miembros en el aire sobre músicas tribales o conceptuales en el estudio de Margarita Bali (cómo envidiaba las polainas de mis amigas). En mi casa, los countries siempre fueron malas palabras, aunque más de una vez mis padres debieron ir a buscarme a alguno al que había sido invitada, desentonando siempre con el paisaje general. Mi padre usaba un calzado alemán similar a una ojota, a veces con medias abajo, y a mí eso me daba mucha vergüenza. ¿Por qué no podía usar camisa o chomba como los demás padres y hablarles a las meseras como empleadas, como todos los padres, en vez de hablarles como a personas, saliéndose del guión del comensal, queriendo saber cosas de su vida en un intento doble de borrar jerarquías y levantárselas conmigo enfrente?
Hace poco, revolviendo cajas en lo de mi madre, mi hermana y yo encontramos una carta de hace casi veinte años. Era de mi papá, yo tenía trece y ellos se acababan de separar. Mi padre se había ido de viaje (a dar clases a un lugar de Europa creo) y me escribía: hablaba sólo de política, del país y de las noticias como si estuviera en un café con un hombre de cuarenta. Y nada más. En vez de un "Bueno, hijita, te quiero mucho, nos vemos" había un "Ojalá este presidente..."
En casa siempre se miró con malos ojos a la gente con dinero y peor aún a los que vivían para tenerlo. Había una ambición burguesa, pero cercenada por una austeridad ideológica. Cualquier empresa movida por el dinero era despreciable.
Durante años estas enseñanzas me parecieron horribles e hice todo lo posible (ir mucho a bailar y moverme en autos caros, por ejemplo) por contradecirlas. Me fui de casa a los veinte. Ahora empecé a moderarme y hasta estoy creyendo que adhiero. Con la moral se sufre, sí, pero dignifica. No quiero ser abusiva, pero a mis hijos les explico la realidad sin eufemismos. Que entiendan lo que puedan, pero no les puedo inventar una historia ingenua; me subleva. Ya, sin dudas, me odiarán. Andar desnuda es una costumbre que conservo. Igual, persisto en mis rebeldías. Las uñas las uso cortas, pero cada tanto me permito usarlas pintadas de rojo.