Primavera negra El año pasado pasé varias noches en su cama, bajo la frazada verde, sus ídolos pegados a la pared, los libros que conozco de toda la vida. Anoche volvieron las pesadillas. Faltaba el aire, no podía respirar. Me levanté y abrí la ventana aunque hiciera frío, pero el aire no entraba. Estaba debajo del agua: un cardumen de peces venía nadando con fuerza hacia mí, contracorriente, como ayer, cuando llegué y la gente ya dispersaba. Me levanté y recorrí la casa, apagando las luces que yo misma había encendido como pequeños incendios antes de quedarme dormida, esta vez, en su cama. Y, de nuevo, estaba bajo el agua. Era el río de una ciudad (Rhin, Támesis, Riachuelo) y en el fondo había de todo, como en el mar, que cultiva perlas y algas y está lleno de tesoros, pero sólo él conoce los fantasmas que lo habitan. No estaba sola, éramos un equipo, aunque estaba claro que otro, y no yo, lideraba la acción. Desde los huecos de las cavernas asomaba algo oscuro --cien negros, okhrana. La fragilidad de la situación se volvía agobiante. Lo que nos esperaba era desalentador como las horas del cadalso. Ondulantes, en el agua, en mi cabeza, rebotaban unos versos antiguos: Borrascoso año aquél. Los Huracanes sobrevolaban/ el país entero. Se desataban los nubarrones,/ sobre nosotros se precipitaba la tempestad, y el granizo y el trueno. Heridas... En un momento la falta de aire ya no apuraba; subir y salir ya no era necesario: nos habíamos acostrumbrado a respirar así, con poquísimas moléculas de oxígeno en agua. Los animales más rotundos (el rinoceronte, el elefante) vigilaban mi sueño desde la cabecera de la cama. Ya no se oía ni la risa lúgubre de los búhos y las lechuzas.  ¶ jueves, septiembre 28, 2006