Otoño transfigurado
De noche, evidente, tuvimos pesadillas. A él lo visitaba un pájaro y se posaba sobre su espalda con las patas afiladas de los pájaros; después volaba en el espacio acotado de la habitación y arrullaba: era una paloma. Como de noche no soy valiente lo refugié en mi cama. Yo también escuchaba los arrullos. Me culpé por la
película al mismo tiempo que me condescendía porque podría haber sido
otra, peor. Junté coraje y fui hasta su habitación, prendí la luz. No había nada. Seguíamos escuchando los ruidos. Entre arrullos, nos dormimos. La madrugada tardó por la lluvia y entonces me tocó a mí: soñé con una calle empedrada en el corazón de Brasil y una mujer cruzándola embarazada; soñé con una fuerza extraña.
Nos despertamos tarde, por la oscuridad, faltando a toda obligación y decidimos tachar el día del almanaque, perderlo anestesiados en películas y en comidas fuera de horario y vestimenta inadecuada. En un intento por quebrar el conjuro de la noche me duché, y mientras me vestía canté poseída por una fuerza extraña de la que hoy carezco por completo. Él me miró con el ceño fruncido y me chistó: con la canción traía, de nuevo, el ensueño y la demencia.