Estudios del corazón
9:45 am. Cardiología. Un hombre de pelo negro y ojos azules, igual a Ray Liotta pero sin pozos en la cara, todo de negro y sin reloj ni anillo, pide un turno. Tiene que ser para hoy, dice, porque soy de afuera. Lo único que lo hace parecer de afuera es que dice “aquí” en vez de “acá” (“No soy de aquí”). Cuando le piden un número de teléfono dice que no tiene, que no sabe ningún teléfono de memoria. No parece estar loco. La chica que atiende explica la situación a los gritos a la señora del mostrador de enfrente y le pregunta qué poner. Poné cualquiera, poné el de acá, sugiere él. Todos lo miran.
Una viejita camina por el corredor. Su marido, con poquísima fuerza, le apoya la mano en el hombro. Conversan.
Tomo un café en la vereda. En la mesa de al lado, un hombre habla, supongo, por su celular. Cuando viene el mozo y le pide que pague, me doy cuenta de que hablaba solo. El café se pone amargo.
En la sala de espera, una mujer de algún país de Europa del Este le da la teta a su hija recién nacida. Un hombre morocho y diminuto la mira. Una señora de rulos le pregunta cómo se llama. “Nania”. “¿Dalia?”. “Nánia”. “Ah, Narnia.”
En el hall central me cruzo con un grupo de médicos a las risotadas. Uno es el hombre que sacó de la panza a mis dos hijos. Me da un abrazo y sigue caminando.
Retiro mis estudios. “Óptimo”, dice en todos lados.
El kiosquero de enfrente me regala una plancha de stickers de la mujer maravilla. Estamos empezando a conocernos.