Creo que estoy enamorada
Lo que más me gusta de mi cuadra es que hay dos kioscos. Y dos más al doblar las esquinas, enseguida. O sea que en más o menos 120 metros hay cuatro kioscos. La proporción se continúa en las cuadras aledañas.
Los kioscos me tranquilizan. No es que los use tanto. Compro juguitos, cocas, golosinas antes de ir al cine (en el cine son medio caras) y eventualmente, cuando desobedezco al neurólogo, un migral. No compro cigarrillos ni estoy, como el chico de mi edificio que pasea perros o el que arregla electrodomésticos, parada todo el día en la puerta del kiosco, charlando o consumiendo. Trato de no comprar casi nada en los kioscos porque, la verdad, diez metros más allá hay un súper chino y ahí todo --las cocas, los alfajores-- está más barato. Pero me gusta que estén ahí, tan cerca, cuando los necesito.
Dos de los kioscos son mis preferidos: el de los japoneses de la vuelta, donde compro figuritas, brillantina y plasticolas de colores o un juguete trucho de tres pesos cuando los berrinches me superan, y el de enfrente, que lo atiende un hemipléjico. Una vez estuve muy triste. Me había separado de un chico al que quería mucho. Fui, me corté el pelo como un varón y me pinté las uñas de azul. En la editorial, mi jefe, típico argentino que las prefiere de pelo largo, me odió. Ese fue el principio de una indemnización, no fue mal negocio. Tampoco lo fue que me pasara tres meses (¿o fue uno solo?) yendo del trabajo a casa y al revés, en subte, matándome con los Smiths, y metiéndome en la cama a leer novelas japonesas y nada más. Las novelas japonesas me daban consuelo, capaz por toda esa nieve y porque sus personajes estaban todavía más tristes que yo.
Los kioscos tienen el mismo efecto que las novelas japonesas. Cuando voy al de los japoneses, que ya me conocen y me tienen paciencia, me acuerdo de esa época. Hay uno lindo, que me mira con esos ojos chatos y grandes. Pero para mí eso es algo de otra época. Ahora me gusta el hemipléjico.
No puedo decir que sea lindo, pero es evidente que es buena persona. El otro día iba caminando por Billinghurst a la noche, espiando las plantas bajas para ver qué cocinaban, y todos los hombres con nenes de la mano me decían piropos. Él subía hacia Santa Fé y me puse al lado suyo, caminamos juntos, yo en ojotas, él ocupando el ancho de la vereda con sus piernas torcidas y los brazos abiertos como si llevara un fardo de diarios de cada lado pero sin nada, sólo aire.
Le hablé del tiempo y fui despacio, porque él arrastra los pies y va despacio. Le agradecí el cambio que me da siempre y me dijo que nunca le da cambio a los que compran cigarrillos, no sé si por un tema moral o porque los fumadores le caen mal --no como a mí que veo un tipo fumando y digo: ah, tiene una debilidad. Entre los dos, formábamos un escudo fuertísimo que me defendía, nadie nos podía pasar, ni los prepotentes ni los pajeros.
En un momento nos separamos. Yo me iba a la casa de mi amiga politóloga recién mudada, un último piso con terraza en pleno centro, en un edificio en el que vivió Girri. Pensé en cómo sería cojer con él, con sus piernas inútiles y sus brazos deformes, demasiado fuertes. Me imaginé que estaba bueno, cojer con él. Y que, además, él era buenísimo. Tiene una cabeza rara, enorme, el cuello grueso, y una cara de
buena persona que te dan ganas de casarte.
En la esquina de Juncal o de Arenales (me gustan las calles con nombre de accidente natural: charcas, cerrito, corrientes) me di cuenta de que me había olvidado los vasitos para vodka que había comprado para festejar la mudanza. Volví rápido a buscarlos y lo vi, entrando de nuevo al kiosco, él también se había olvidado algo. Pensé en volver a caminar con él, pero a mi paso, cuando él llegara a Juncal, yo ya iba estar en la terraza del centro.
En la terraza, entre queso gouda, cerveza y amigos de la dueña de casa que se acomodaban en la silla cada vez que yo decía pija o cojer, un periodista rubio dijo: Este lugar está buenísimo, pero me quedo con San Isidro. Ahí, con los mástiles en el río, y las Galerías Pacífico irreconocibles, iluminadas de las vidrieras para arriba, me puse triste. Cuando estoy triste me da por comer siempre lo mismo: ravioles fríos y helado al mediodía, ravioles fríos y helado a la noche. Tiene algo de ascético, purifica. Igual, mi kiosquero me cambió la dieta. Con el vuelto me regaló un bombón. Ayer pasé y estaba charlando con una mina. Le decía: ...soy buena persona. Ni falta que lo digas, cielo.