DISTRACCIÓN MASIVA
viernes, diciembre 30, 2005
  Si venís conmigo te lo muestro
A la vuelta de mi casa hay un lugar medio siniestro, un bar que tiene alguna relación con los ex combatientes de Malvinas, que de afuera parece el muro de un baldío pintado a la cal con un par de huecos para entrar o ventilar, sin carteles ni nada que indique a ciencia cierta qué se hace ahí adentro. El fortín: si no se llama así, podría llamarse así perfectamente. Si mirás para arriba, cosa que no hacés casi nunca en este barrio, ves una bandera argentina aleteando. Mínima.

Estos días de calor que a mí me encantan --amo la sensación de pasar de los ambientes frizados de los taxis y bares a los 35 grados--, parece que a los chicos no les gustan tanto. El padre encontró que con Que me pisen a repetición se quedan un rato quietos y hasta de cierto buen humor. A la pequeña le va bien lo de la mamadera (la estrofa de la canción es casi sic su frase de cabecera) y al niño le genera cierto morbo la parte de la barrera, amén de que las banderas son un ítem prioritario en su vida últimamente. Así que, desde el living, el Sumo más obvio es el soundtrack de mis mañanas de traducción.

Iba a escribir sobre los bares de mi barrio. O sobre los bares de tres cuadras a la redonda, o sobre los bares que me gustan, como El gaucho, un bar de hombres, a donde fui el día de las elecciones a leer los diarios y a donde voy con mis amigos varones, de a uno, a tomar cafés con leche. Y sobre el bar de los ex combatientes, que estuvo clausurado casi todo el año, pero ayer pasé y sentí el olor fuertísimo a madera que salía de adentro y miré de afuera. Era todo oscuro, forrado de una madera berreta teñida de negro, y en el fondo brillaba una barra con cientos de tragos de distintos colores iluminados desde atrás, un arco iris líquido. Todo esto lo vi en el tiempo que me llevó pasar por delante del lugar en tres pasos y perderlo en el camino.

La historia de mi cultura alcohólica empieza así: En un placard de la cocina, mis abuelos guardaban las botellas de alcohol. El licor de almendras, el de dulce de leche y hasta el de huevo siempre me gustaron, pero había una botella con forma de punching ball que tenía cuatro divisiones y cuatro picos. En cada compartimiento de esa botella había líquido de un color distinto: azul, rojo, amarillo y verde. Cada vez que iba a la casa de mis abuelos --iba seguido-- probaba un poco de cada. No es que me gustara tanto, pero era evidente que eso tenía que ser un producto para niños. Y así empezó la historia, acotada, contenida, mínima.

Iba a hablar de los bares pero por alguna razón, que poco tiene que ver con el alcohol y bastante con ese aire de suficiencia que me dan los tops, me puse a ver las cosas desde afuera y a pensar en la música. Por ejemplo, Satie: cómo te rindieron las Gymnopédies. No sólo llenaron los angustiantes vacíos de las telenovelas en los 80, sobre decorados con mucho bordó, borravino y muebles de estilo mientras algún galán con chapitas recorría pensativo la sala de estar, tal vez con vaso de Cepita manzana on the rocks, sino que ahora, hoy mismo, son el trasfondo de esta nota del noticiero de América, el de Laje, sobre el amor después del horror: dos sobrevivientes de Cromañón que se conocieron en una asociación de sobrevivientes de Cromañón. Música voluble, habla del amor no meloso, habla de cierto patín con todo respeto.

Después aparece Leuco, un hombre al que cada vez que nombran me baja un poco la presión, como cuando se habla de sangre. Desde Bolivia, le pone el mic a un militante del M.A.S. que habla de los derechos de los cocaleros y del consumo de la hoja, no sólo en su país sino en el nuestro. De fondo, una versión en xicus de Norwegian Wood seguida de otros clásicos de los Beatles aquenados y en mash up con un lamento boliviano y un símil canto de pájaro posiblemente negro.

Mi madre partió de vacaciones y me prestó el auto. Lo paso a buscar y, como hace calor y me gusta el aire caliente pero no el acondicionado, ando con la ventana abierta. En el primer semáforo, dos pibes de unos diez años se acercan y me piden una moneda. Mientras busco, uno, inverosímil, me dice: Acelerá o te mato. Como lo miro sin entender, lo repite. Y cuando paso de la inadecuación gramatical o semántica, según cómo se mire,(¿quiere que acelere? no creo), le digo, con Benita dormida atrás, mi top escotadísimo y sorprendida de mi propia serenidad, que se quede tranquilo que le voy a dar todo lo que tengo. Treinta pesos no es mal trato para nadie, y además es todo lo que tengo. De la radio sale --horrible pero real-- Selva, de La portuaria. El pibe se pone más bravo, no porque la plata sea poca, sino porque se envalentonó: Dale, dame todo o te quemo, dame el celular. No, pibe, ya está, le digo cerrando el trato mientras acelero y me despido, con el aire caliente que me peina para atrás y el consuelo tonto de no pertenecer al mundo enemigo de los conductores de autos.
 
Comments:
venia tan bello el sumo, los cuatro colores y satie... y siguiò de ritmo, pero Condolencias, srita! y sdos
 
Buena crónica urbana de fin de año porteño, de pavimentos pegajosos y pantallas de tv que flamean lo mismo del año pasado.
 
no sé por qué,no lo recuerdo bien ni puedo explicarlo, pero una noche, hace casi una década, terminé en ese bar horrible de malvinas tomando algo.
 
ja, ja, ja, contame más!
besos y feliz feliz 06.
 
Yo conocí al dueño de ese bar. Su sobrino -hijo de militares- era, supuestamente, amigo mío. Recuerdo haberme preguntado varias veces: ¿puedo ser amiga del hijo de un militar? Hace años que no veo a este amigo. Me dijeron que su padre se lo llevó para el sur, bien al sur.
 
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